Acuarela.
Tratado del paisaje
indiferente.
Uno pinta un paisaje elegido
y sea cual sea el resultado, el elegido ni se entera. Ni se entera ni le
importa yo diría. Si el paisaje elegido no fuera de nadie ni nadie viviera en
él, y yo, en vez de pintarlo decidiera quemarlo, tampoco le importaría. Y la
prueba está en que, sin decir palabra, el paisaje en poco tiempo se puede poner
otra vez en la situación de ser elegido para ser pintado de nuevo. Basta con la
renovación vegetal del manto verde, porque las ruinas, si las hay, siempre
quedan bien en cualquier paisaje.
Lo que molesta es esa
indiferencia del paisaje hacia lo que uno haga con él. De jóvenes hacíamos
salidas campestres los alumnos de Bellas artes para pintar paisajes, para
pintar “manchas”, frescos bocetos a pincel. Cualquiera podía ver los resultados
horribles y los otros muy dignos que se producían, pero ninguno se acercaba
nunca a nuestros deseos. En cambio el paisaje elegido por nosotros nunca nos
exigió nada, ni tampoco nos avisó cuando perdió alguna de sus calidades o
cuando otras le surgieron. No nos mostraba algo a propósito, algo para inducir
un “motivo paisajístico”, nada, salvo se quedaba fijo y se dejaba elegir.
El paisaje no tiene deseo de
ser mirado, ni gozado, ni pintado. Permite desde esa indiferencia metafísica
que uno destaque un encuadre, suprima un árbol, detenga todo movimiento,
acomode la geometría perspectiva en acuerdo a la composición y cualquier otra
licencia. A la hora de elegir los colores y los tonos de los mismos, tampoco
interviene, uno puede cambiar las estaciones cambiando la pigmentación de la mezcla
pictórica y el paisaje se queda inmutable.
En ese momento uno se
pregunta para qué vino hasta aquí, si ya el mundo entero es un panóptico visto
a vuelo de pájaro. Para que uno viene a mirar, pintar o fotografiar un lugar
elegido como motivo paisajístico, cuando el mismo es indiferente a su propia
condición e indiferente a nuestra percepción estética. Su indiferencia
metafísica se reemplaza por nuestro goce estético. Goce que tiene algo de
pánico, al saber lo frágil que es aquello que nos ofrece armonía o belleza sin
más, y lo rápido que se vuelve un recuerdo. Acaso el sentimiento de intensidad
que nos emociona ante determinados paisajes es la ilusión de eternidad que
sentimos, cuando el lugar se ofrece pletórico para la vida. Es allí donde la
Muerte no es posible. Pero ya lo sabemos pintado por Poussin: “Et in Arcadia
ego”, “Yo también estoy en la Arcadia”, los pastores lo leen en una tumba. No
hay paisaje sin muerte.
Con las nubes ni hablar.
Todas las nubes de todos los paisajes de todos los museos del mundo están en su
lugar correcto; serán muchas, serán pocas, o ningunas, pero seguro que están
las necesarias para equilibrar las masas. Y lo digo porque los pintores las
inventan y solamente las respetan cuando les conviene. Y porque los fotógrafos
las evitan a menos que haya juegos de luces entre ellas y los paseantes no
salen a mirar paisajes cuando hay nubes, por las dudas, por si llueve. El
paisaje extremo de la tormenta explícita tiene algo de caricatura histérica,
caricatura del paisaje deseado y elegido cuando estaba en calma.
Las vacas y los cerdos,
paseando sus ubres lecheras y sus jamones por el campo son motivo pictórico por
denotar abundancia y paz en la comarca. El agua, aunque sea poca, un arroyo,
una nube cargada de lluvia, aunque sea eso, aleja la sed que siempre producen
los desiertos arábigos. El paisaje inhóspito, macabro, yermo no es el paisaje
de Dios, más bien lo es del Demonio. Las Tentaciones de San Antonio ocurren en
el Desierto. En la historia de la Pintura hay muy pocos paisajes nocturnos y
casi todos ellos denotan melancolía, miedo o peligro. El paisaje nocturno tiene
algo de paisaje de sueño o de pesadilla. En cuanto a las bestias salvajes
saliendo de la espesura, ya son criaturas fantásticas para ilustrar un
Bestiario, a nadie se le ocurriría pintarlas merodeando en la actualidad y al
paisaje tampoco le gustan esas bestias, porque le arañan las espaldas.
El cambio climático y las
derivadas catástrofes naturales de gran portento, no constituyen una respuesta
del paisaje. No significa que el paisaje se volvió loco o está muy pero muy
enojado. No. Esto ocurre porque el paisaje siempre vivió en la indiferencia
hacia nosotros y todo lo que ocurrirá es el acumulado de tantas oportunidades
perdidas. De oportunidades de vinculación entre nosotros y el mundo,
oportunidades perdidas por el desinterés metafísico que tiene el mundo hacia
nosotros. Hoy ya somos los jardineros del Mundo, ya el Mundo todo está siendo
dibujado, la geometría ordenadora de la actividad humana dibuja el Mundo y suprime
la singularidad por la normalización del paisaje. El paisaje está siendo
dibujado antes de que llegue el pintor, a elegir “el motivo” pictórico que lo
motiva, que le da un motivo para desembalar su equipo y ponerse a pintar el
paisaje elegido. Hoy ante la indiferencia del Mundo, el Hombre lo vuelve
prolijo, lo ordena, lo dibuja con protocolos, escalas y proporciones basadas en
el Hombre, jardinero del Mundo. Todo paisaje que se elija en unos años para
pintar, deberá sus calidades solamente a la acción del Hombre. El azar como
creador de la belleza natural será leyenda. Habremos configurado el mundo a
nuestra medida. Todo tenderá a volverse parecido, lo singular se repetirá hasta
volverse vulgar. La apropiación del paisaje elegido habrá terminado y todos viviremos
eternamente dentro de un paisaje pintado por un estudiante de Bellas Artes. Qué
le vamos a hacer, si casi ya está hecho.
Acuarela y Tratado: Alfredo
Benavidez Bedoya